El cine, fuera de la narrativa y su lenguaje, es en sí mismo un fenómeno social. Su existencia requiere de soportes físicos, de espacios creados a medida para su realización.
Estructuras, fachaletas y decorados que se convertirán en el dónde ocurre el qué, la historia. Así nace Hollywood, como un oasis en el oeste americano que cimentó la historia del cine occidental. Por otro lado, para que las historias de las películas tengan una razón de existencia, requieren de espacios para su proyección.
Desde inicios del siglo XX en que esa nueva manera de contar historias comenzó a convertirse en un gran espectáculo de masas, las personas comenzaron a congregarse en butacas dispuestas frente a pantallas gigantescas en que el movimiento del cine se convertía en realidad.
Siguiendo las tradiciones clásicas de los teatros, comenzaron a erigirse verdaderos palacios consagrados a la proyección de las películas. Las grandes ciudades lucían sus salas cinematográficas como si se trataran de relucientes joyas que demostraban su elegancia y sofisticación.
La historia moderna de nuestra propia ciudad, León, fue sin duda marcada por la existencia de salas cinematográficas como el cine Coliseo, el Buñuel, la Sala Madrid, el Insurgentes, que a fines de la década de los ochentas, fueron cediendo su paso a espacialidades de las grandes cadenas cinematográficas.
Ofreciendo así comodidad, nuevas tecnologías para la proyección audiovisual, aunque por otro lado, convirtiéndose también en espacios arquitectónicos genéricos, carentes de identidad, adaptándose a las necesidades del consumo de las ciudades genéricas, en términos del arquitecto holandés Rem Koolhas:
“La Ciudad Genérica rompe con este destructivo ciclo de dependencia: no es sino el reflejo de las necesidades y aptitudes del presente. Es la ciudad sin historia. Es suficientemente grande para todos. Es fácil. No necesita mantenimiento. Si se vuelve muy pequeña simplemente se expande. Si se vuelve vieja simplemente se autodestruye y renueva.”
Y tal vez más en esta historia contemporánea pandémica que se escribe con tinta roja, la majestuosidad arquitectónica de las salas cinematográficas ceda un espacio aún mayor a la austeridad de una sala casera, de una computadora sobre un escritorio, de un celular conectado a unos audífonos.
Aunque sin duda alguna, ver la luz atravesar una sala obscura para mostrarnos historias en movimiento, seguirá siendo una experiencia incomparable en nuestros corazones de espectadores cinematográficos.