¿Eres parte de la solución o del problema?

Era la primera cita con el director de aquella compañía. Él representaba la segunda generación al frente de la empresa, con estudios de posgrado en negocios, un MBA y todas las herramientas necesarias para continuar con el legado familiar y llevarlo a otro nivel. Y así había sido… al menos al principio. Sin embargo, algo estaba ocurriendo.

Tras dos años de éxito y crecimiento, la empresa se había estancado: las ventas comenzaron a disminuir, la rotación de personal aumentó considerablemente e incluso los proveedores, antes confiables, empezaron a fallar en calidad y tiempos de entrega.

El enemigo está dentro

Después de realizar entrevistas con los gerentes, el personal de distintas áreas, algunos clientes e incluso con varios proveedores, logramos identificar una serie de acciones que habían conducido a la compañía hasta esta situación.

Indecisión y exceso de análisis. La toma de decisiones se había convertido en un ritual interminable de análisis y consultas con expertos. Para cuando se llegaba a una respuesta, ya era demasiado tarde: los problemas se habían agravado y las oportunidades, perdido.

Mucho verbo, poca acción. El reglamento interno, los manuales, la página web y los pendones colgados por toda la empresa hablaban de unión, trabajo en equipo y respeto mutuo. El propio enemigo repetía estos valores en cada oportunidad… pero sus acciones contradecían todo lo que predicaba.

Urgencia de todología. No existía un lineamiento claro ni una priorización de las acciones importantes. Cada día, los gerentes recibían listas de hasta 10 tareas, muchas de ellas incompatibles entre sí en tiempos y recursos.

Pérdida de visión. Todos los colaboradores coincidían: antes sabían claramente qué se esperaba de ellos, hacia dónde estaban dirigidos los esfuerzos y cuál era la meta. Todo eso se desdibujó. El enemigo se encargó de apagar esa claridad.

Ahorros mal entendidos. Se cancelaron inversiones en desarrollo, capacitación y tecnología. Eso provocó un retroceso en la innovación, que antes era una de las principales fortalezas de la empresa.

No oigo, no hablo, no escucho. El enemigo impuso una rutina hermética. Se encerraba en su oficina, evitaba la comunicación con las distintas áreas y solo aparecía para señalar errores —la mayoría, derivados de decisiones propias— o para dictar interminables listas de nuevas ocurrencias concebidas la noche anterior.

El enemigo está dentro

Cuando entregué al director el documento con mis hallazgos, no fue necesario señalar al enemigo por su nombre. Lo supo en cuanto lo leyó: había descubierto que el enemigo estaba dentro de sí mismo.