“I believe in America”. Hace 50 años, esas cuatro palabras resonaban por primera vez en las salas de cine. Era la frase con que, desde las penumbras, abre la magistral obra de Francis Ford Coppola: El Padrino (1972). Tal vez ni él mismo dimensionara entonces el enorme impacto que la película tendría sobre el cine y la cultura popular.
El cine de gangsters se constituyó como un subgénero de alto éxito desde la década de los 30, muchas veces con tintes hasta propagandísticos, en tiempos en que la violencia de la vida real en las calles de Nueva York y Chicago con personajes como Al Capone, acaparaban las primeras planas de los periódicos y despertaban la morbosa curiosidad de los grandes públicos lectores.
El cine se colmó entonces de historias en los que los G-Man, los incorruptibles agentes del gobierno luchaban contra las fuerzas criminales; desalmados asesinos capaces de hacer cualquier cosa por poder y dinero.
Aquellas narrativas brindaban una mirada exterior del bien contra el mal, sobre el mundo del crimen, pero en la década de los 70, ese cine alcanzó una especie de hartazgo popular. El cine en sí mismo se convulsionaba ante las vanguardias que desde hace una década efervescían en Europa y el cine de Hollywood buscaba también una revolución en sus narrativas y sus formas de abordarlas.
Así, como parte de aquel movimiento de jóvenes nuevos cineastas conocido después como El Nuevo Hollywood, Ford Coppola se encuentra con las páginas
de El Padrino, bestseller del también italoamericano Mario Puzo, en la que el crimen no es aquella fuerza del mal combatida por los ángeles del gobierno ataviados como agentes federales. Esta vez, la historia surge desde el interior de una familia criminal, como una sociedad que se abrió paso ante una marginalidad obligada por la propia América a los inmigrantes.
La película de Coppola pasa a la historia como una adaptación cinematográfica brillante, perfecta, que encalló con tal fuerza en la cultura popular que, a partir de su historia, la mafia comienza a ser nuevamente el objeto de obsesión de cientos de historias más, cimentando el nuevo canon del patriarca criminal a imagen y semejanza del gran Don Corleone.