A lo largo de la novela, las estancias de Antonio funcionan como un espejo: no solo revelan fragmentos de su pasado, también dejan al descubierto quiénes son los hijos en el presente. Las diferencias económicas, afectivas y emocionales entre Carmen, Darío y Gabriel marcan la manera en que lo reciben y, con ello, la relación que cada uno tiene con su propia historia.
En medio de lo cotidiano —los medicamentos, las comidas, las visitas al médico— aparecen destellos del pasado: los años de las pesetas antes de los euros, los viajes a la parcela familiar, los padres que migraron del pueblo a la ciudad buscando un futuro mejor.
Uno de los grandes aciertos del autor es cómo hace que los hijos vean en Antonio no solo al anciano frágil que tienen frente a ellos, sino una versión anticipada de sí mismos. En ese reflejo se cuelan el miedo, la compasión, la culpa y esa pregunta silenciosa que todos cargamos: ¿cómo nos recordarán los nuestros cuando seamos “los siguientes”?