Por Diego Enríquez
El cine poco a poco ha ido evolucionando de ser algo anclado a un lugar físico y colectivo (la sala de cine) a ser algo polimorfo, portátil y personal cada vez más ligado a nuestros hábitos de consumo.
La publicidad masiva encontró en el cine el medio perfecto para difundir de mensajes y persuadir a las grandes audiencias. Por los años 30’s del siglo pasado el mundo ya comenzaba a convulsionarse entre poderes hegemónicos que en parte legitimaron su poder gracias a la fuerza del cine de propaganda.
La Alemania nazi contó con toda una maquinara cinematográfica encargada de producir y distribuir películas que vanagloriaban y exaltaban los valores del nazismo. Como pieza clave, “El Triunfo de la Voluntad”, película propagandística dirigida por Leni Riefenstahl en 1934.
Posteriormente, el cine siguió consolidándose como una ventana que atraía a millones de espectadores en todo el globo: el escaparate ideal para mostrar productos y servicios y seguir enganchando con los próximos productos de la industria cinematográfica.
Hoy no podemos ver una película en una sala de cine sin habernos recetado al menos veinte minutos de cortes publicitarios, avances de próximos estrenos entre otras piezas producto de maquiavélicos estrategas publicitarios que hacen acabarnos nuestras palomitas antes de que inicie la primera escena de la película por la que pagamos la entrada. Y dentro de las propias películas, lo que publicitariamente conocemos como el product placement impulsa marcas y sus productos de una manera increíble.
¿Cuál habrá sido la demanda de Chevrolet Camaros amarillos después del estreno de Transformers, por ejemplo? Y es justo el engranaje mercadológico en la industria del cine el que sigue moviendo a millones de espectadores de un espectáculo a veces artísticamente vacío, nunca falto de explosiones y efectos visuales.